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El valor de la crianza

Conchy Pérez Subinas

22 de diciembre de 2021

Cuando nacemos venimos de estar 9 meses inmersos en el líquido amniótico, dentro de la placenta. Al salir, es normal que veamos al bebé reptando hacia las paredes de la cuna hasta quedar estampado. Buscando el límite. Al llegar a casa, ocurre que el bebé llora si se queda dormido en brazos y lo dejo en la cuna. Después llora si lo dejo en la habitación y me voy a la de al lado. Claro, su mundo aún no es tan grande como el mío. Yo sé que estoy en la habitación de al lado y que le oigo si me necesita. Esto lo sé yo, el bebé no. El mundo del bebé se acaba en la puerta del dormitorio en el que está.

Así, poco a poco, su mundo va creciendo.

Su mundo es su familia nuclear, la que está en su misma casa. Y esa casa es su mundo. No conoce otro.

Lo habitual hoy en día en gran parte de la población es que, por mucho que se intente alargar el permiso de maternidad-paternidad, el permiso de lactancia acumulada, las vacaciones…, a los pocos meses “su familia” salga de su “mundo” durante unas horas al día. Incluso, habitualmente, durante esas horas también el bebé cambia de mundo.

Depende en qué mes ocurra esto lo vivirá de manera diferente; no será igual con cuatro meses que con ocho, doce…

Lo cierto es que con dos años nos parece imprescindible, al menos importante, que se relacione con otros niños. Mal no le va a hacer, pero necesario no es. El niño de dos años no hace amigos. Podríamos plantearnos ese concepto, si a caso, a partir de los tres años.

Y, entonces, le llevamos al aula de dos años o la guardería, al menos unas horas para que se vaya acostumbrando (aunque, sobre todo, porque tenemos que trabajar).

Y así se expone a su período de adaptación (de manera más visible con llantos y demás; de manera menos visible con otras manifestaciones que afectan al sueño, a los berrinches que ya teníamos superados, a mimos en exceso, vuelta a hábitos previos a dejar el pañal…).

Pero si a los tres años empieza en el cole, volverá a pasar lo mismo. El proceso de adaptación del aula de dos años o guardería no convalida el proceso de adaptación de los tres años, sobre todo si implica nuevo centro o nuevo edificio o nuevos profesores…

Pero, sigamos avanzando en el hilo del mundo del bebé. Ya conoce más mundo que su casa y su familia, el parque, la guardería… En el colegio empieza a hacer amigos. Esos que probablemente no recordará con 18 años, salvo que la vida académica los haya mantenido juntos. Pero es su primera experiencia en su relación con iguales y esto le va a descubrir un mundo enorme. Llegará el día en que vaya a casa de un amigo y descubra que no es como su casa. No siguen las mismas costumbres, no que las hagan diferente sino que tienen otras. Lo que quiere decir que existen más mundos. Y las personas que viven en el mundo de su amigo también son diferentes.

Donde ese bebé era el “más” loquesea de su casa, quizá también de su comunidad de vecinos, incluso del parque… Pues ya no es el “más”. Pasará a estar entre los 10 “más”, luego entre los 100 “más” y así sucesivamente.

Todo lo que fue en origen, determinado genéticamente, se va moldeando. Pero sin darse cuenta, dejándose llevar hasta que… llega a la adolescencia. Aquí, de pronto, nada encaja, todo se mueve, no hay nada definido ni estable. Esta etapa es fundamental en la búsqueda de la identidad y eso requiere cuestionarse todo lo anterior. Todo lo que fluía. Pero, en el mejor de los casos, no ocurre todo esto sólo en la cabeza del adolescente (que recordemos en todo momento que empezamos hablando de un bebé y, por tanto, seguimos hablando del mismo bebé); sino que involucra a todo su entorno. Ése que al principio era su mundo y era perfecto porque no había con qué comparar…. Ése mismo ya no es tan perfecto, o sí, pero aún no lo sabe. Tiene que cuestionárselo. En el mejor de los casos aquéllos que pertenecían a su mundo perfecto siguen estando allí, saben por lo que está pasando y le acompañan en el proceso. Sabiendo que esto no es fácil, solo se puede trasladar a la siguiente reflexión: “volverá”. Sí, después de ese período de búsqueda de la identidad, el resultado será una persona cuya esencia está en ese período previo a la adolescencia. En versión mejorada, pero en esencia será eso. Si las familias de los bebés en su fase de adolescencia tuvieran esto presente considerarían justificada esta etapa.

Hay que esperar unos años más, quizá entre los 30 y los 40, para que ese bebé-niño-adolescente-joven-adulto identifique el legado familiar (no material) que le inculcó su familia solo con estar allí, sin apenas voluntad. Y no es casual que sea a esa edad, puesto que ésa era la edad que tenía su familia de origen cuando los conoció. Inevitablemente, su familia de origen le trasladó un legado familiar, una cultura familiar, que no es propiamente suya sino que también incluye el legado familiar que ellos recibieron de sus progenitores…y así en cadena.

Y ese legado se hace más manifiesto en el caso de que ese bebé-niño-adolescente…, del que hemos empezado hablando, tenga a esa edad su propia familia. Es fácil que sus hijos tengan “herencias” de los que fueron sus abuelos, ya sean gestos, comportamientos… En parte será la genética, pero ahí está el legado familiar. La vida es un continuo, no es un hecho aislado. Es…

 

El valor de la crianza.

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