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Valentía o temeridad

Valentía o temeridad

La sensación de vencer al miedo y convertirlo en satisfacción no es algo que se pueda explicar. Quien lo haya experimentado podrá entenderlo. 

 

El miedo a las alturas o el miedo a emprender un proyecto. De manera metafórica hasta podría considerarse lo mismo. A efectos de sensaciones son muy parecidas. Hay una parte de vértigo, de miedo a lo desconocido, de incertidumbre ante lo que viene después.

 

La diferencia entre el miedo y la satisfacción por haberlo vencido es la misma que la de, después de haberlo superado, pensar cómo no lo he hecho antes. En realidad son dos sensaciones opuestas de una misma vivencia. “Me alegro de haberlo hecho” nos posiciona con una visión más enérgica, más fuerte. Haber dado el paso nos fortalece. Lamentarse por no haberlo hecho antes nos debilita, nos culpa de no haber pasado a mejor vida antes.

 

La cuestión es que en el momento del miedo no podemos autoconvencernos pensando en que luego sentiremos satisfacción. Esa sensación no existe. Existirá, después, pero no existe. Así que no puede ser el punto de motivación para vencer el miedo. 

Entre la valentía y la temeridad hay una pequeña diferencia. Es cómo se siente. El valiente se siente seguro. El temerario sabe que está arriesgando. Y es que, ante el miedo, que se siente no se piensa, recurrimos a la razón para pretender movernos de ahí. El valiente sopesa los pros y los contras. Y sí, hay un punto de riesgo, pero lo esencial está controlado. Otros ya lo han hecho antes. Otros que no son yo, no son como yo. Pero lo han hecho. El temerario arriesga o bien porque no ha tratado de sopesar o bien porque otros lo intentaron y no lo consiguieron. Pero otros que no son yo, no son como yo.

 

Hay quien parece valiente pero en realidad es temerario. Y esto lo sabemos a posteriori. Es después de haberlo hecho o, al menos, haberlo intentado, que parece haber sido valiente. Y elude semejante apelativo porque no reconoce en su hazaña tal valentía. No ha sido por valentía, desconocía los riesgos.

 

Fundamentalmente no fue consciente del peligro y arriesgó.

En este caso, la diferencia está en el conocimiento. Es cuestión de que en un caso se disponía de la información fehaciente, objetiva, fiable, de que la hazaña (subir a las altura o emprender un proyecto) era de riesgo y en el otro caso no. ¿Ser impulsivo, actuar sin sopesar, entonces, puede convertirnos en temerarios exitosos? O, por el contrario, ¿ser valiente habiendo contemplado todas los riesgos es lo que da más garantía de éxito?

 

Observemos la etimología de la palabra. TEMeroso y TEMerario. El temerario se caracteriza precisamente por la falta de temor, es más bien imprudente. Y el temible es el que infunde temor. Pero este no es el tema.

 

Te invito a investigar tus miedos. Físicos o emocionales. Y a retarte a ti mismo. Deberás ser valiente para ello, el temor puede prolongar tu supervivencia y también limitar la parte gratificante de la experiencia. 

 

No puedo garantizar el éxito de la hazaña, pero sí de la sensación de satisfacción por haber vencido el miedo.

 

El miedo limita nuestra percepción de capacidad. Seguramente sí tenemos la capacidad, sin embargo, percibimos que no la tenemos. Yo tengo la libertad de cambiar radicalmente de vida. Salir del esquema que regula actualmente mi vida. Pero también tengo la libertad de decidir que ésta es la vida que quiero. Es decir, la libertad para elegir. No hay un miedo interno que me limite esa capacidad de decisión. Sólo que, de manera valiente y no temeraria, sopeso objetiva y subjetivamente un tipo y otro de vida y elijo ésta. No es un “hago lo que quiero” como “hago lo que me da la gana”. Sino que tengo la posibilidad de vivir de un modo u otro y elijo éste. Por cierto, que no hay un modo u otro, hay muchos modos. Pero eso es otro tema.

 

La cuestión es, en tu vida ¿qué te guía más?

 

VALENTÍA O TEMERIDAD

La pareja que quiero

La pareja que quiero

Enseñar a mi pareja a ser la pareja que quiero que sea para mí como pareja. No me lo planteo. 

 

Me he enamorado. Lo único que veo ahora es el halo que desprende alrededor. Es lo que tiene el enamoramiento. Lo tengo presente aunque no esté. Quiero saberlo todo. Lo que hace, lo que ha hecho y lo que va a hacer; lo que le gusta, lo que no y lo que le es indiferente. Quiero conocer a sus amigos, a su familia, a sus ex… Bueno, igual no, igual nunca, o igual cuando tenga más seguridad en que me ha elegido a mí. Porque me ha elegido. Yo también, pero me ha elegido. Lo de las mariposas en el estómago como que no, ya no tenemos 14 años, no somos nuestras primeras relaciones, ni del uno ni del otro. Pero ilusión… sí, mucha. Juntos el tiempo vuela y separados no veo el momento de volver a estar juntos. Nos complementamos, estamos hechos el uno para el otro. Tenemos tantas cosas en común y estamos compartiendo tantas cosas nuevas, que no sé si somos iguales y por eso encajamos tan bien o es porque somos polos opuestos y por eso nos atraemos. Pero tengo claro que esto tiene futuro. Es tan emocionante disfrutar el buen tiempo juntos, hacer planes… Y cuando hace malo qué gusto poder hacer cosas juntos, si es que tenemos un montón de cosas por hacer.

 

Llevamos tanto tiempo juntos que ya poco nos queda por hacer. Compartimos ciertos espacios y momentos comunes propios de la convivencia y de aquello que en su día proyectamos como pareja. Está bien. Es cómodo que ya hayamos creado nuestros hábitos juntos. Eso sí, cada uno tiene su espacio, sus momentos, sus relaciones. La verdad es que el ritmo de vida diario no nos da para mucho. Hasta el punto de que un gesto, que intuimos en el otro, o un comentario sobre algo trivial se convierte en el detonante de una conversación que se sube de todo y es capaz de hacer un compendio de los últimos tiempos, incluso también más lejanos, para acabar sin saber cómo, cuándo y por dónde hemos empezado.

No estamos en un buen momento. Empiezo a pensar que no es una mala racha, esta vez no. Ya es demasiado larga. Siempre volvemos a lo mismo. Cuando nos reconciliamos ya no estamos mejor. Simplemente es una calma que precede a la próxima tormenta. No sé cómo hemos llegado hasta aquí. No queda nada de lo que fuimos. Al principio todo era fácil. Simplemente fluía. Pero ahora… ¿se acabó el amor? 

 

Es un argumento considerado de peso para poner fin a una relación de pareja. Si separarse como pareja es un proceso complejo, que requiere atender a frentes diversos, mantener la relación de pareja no lo es menos. 

¿El amor se acaba? o quizá ¿Es como la energía, que ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma? El argumento es bien admitido socialmente aunque no se lo crea ni quien lo dice ni quien lo escucha. En cualquier caso, no estamos hablando de EL AMOR. Sino de cómo hacer que mi pareja no me interprete. No tire de experiencia para suponer lo que yo espero de ella. Ojo, yo tendré que hacer lo mismo.

Hagamos, los dos, un ejercicio. Volvamos a hacer lo que hacíamos al principio. Enseñémonos a ser la pareja que queremos ser. No podemos, y no debemos, intentar ser los que éramos. No lo somos, afortunadamente. Contamos con la experiencia de lo vivido. No somos la misma persona de hace años, ni si quiera la de ayer. Tampoco somos, ni queremos ser, la pareja de cuando empezamos. Pero sí queremos rescatar ciertas emociones que en su día nos unieron y que ahora parecen separarnos. Es el momento de enseñarle a mi pareja a ser la pareja que quiero que sea para mí como pareja. Unos segundos más para leerla bien y entenderla. 

No es egoísta. Es recíproco. No es un eufemismo de un reproche. Es la generosidad de darnos a conocer unas capas más abajo de lo habitual. Genera satisfacción mutua.

 

Esa sensación de que todo fluye cuando nos conocemos y nos enamoramos tiene que ver con esa misma frase. Con la diferencia de que no lo hacemos de manera deliberada. Y ahora sí. No se trata de darnos una segunda oportunidad. Se trata de avanzar en nuestra relación. Antes de conocernos éramos dos líneas paralelas, luego hubo una intersección en nuestra vida y empezamos a zigzaguear juntos. Dedicarnos mutuamente como pareja supone que nuestras vidas serpentean y nos vamos tocando en determinados puntos. Pero hacemos porque no se abra el ángulo y nuestros caminos se separen tomando cada vez mayor distancia entre aquellas líneas que un día fueron paralelas. Se trata de decidir y compartir

 

LA PAREJA QUE QUIERO

El valor de la crianza

El valor de la crianza

Cuando nacemos venimos de estar 9 meses inmersos en el líquido amniótico, dentro de la placenta. Al salir, es normal que veamos al bebé reptando hacia las paredes de la cuna hasta quedar estampado. Buscando el límite. Al llegar a casa, ocurre que el bebé llora si se queda dormido en brazos y lo dejo en la cuna. Después llora si lo dejo en la habitación y me voy a la de al lado. Claro, su mundo aún no es tan grande como el mío. Yo sé que estoy en la habitación de al lado y que le oigo si me necesita. Esto lo sé yo, el bebé no. El mundo del bebé se acaba en la puerta del dormitorio en el que está.

Así, poco a poco, su mundo va creciendo.

Su mundo es su familia nuclear, la que está en su misma casa. Y esa casa es su mundo. No conoce otro.

Lo habitual hoy en día en gran parte de la población es que, por mucho que se intente alargar el permiso de maternidad-paternidad, el permiso de lactancia acumulada, las vacaciones…, a los pocos meses “su familia” salga de su “mundo” durante unas horas al día. Incluso, habitualmente, durante esas horas también el bebé cambia de mundo.

Depende en qué mes ocurra esto lo vivirá de manera diferente; no será igual con cuatro meses que con ocho, doce…

Lo cierto es que con dos años nos parece imprescindible, al menos importante, que se relacione con otros niños. Mal no le va a hacer, pero necesario no es. El niño de dos años no hace amigos. Podríamos plantearnos ese concepto, si a caso, a partir de los tres años.

Y, entonces, le llevamos al aula de dos años o la guardería, al menos unas horas para que se vaya acostumbrando (aunque, sobre todo, porque tenemos que trabajar).

Y así se expone a su período de adaptación (de manera más visible con llantos y demás; de manera menos visible con otras manifestaciones que afectan al sueño, a los berrinches que ya teníamos superados, a mimos en exceso, vuelta a hábitos previos a dejar el pañal…).

Pero si a los tres años empieza en el cole, volverá a pasar lo mismo. El proceso de adaptación del aula de dos años o guardería no convalida el proceso de adaptación de los tres años, sobre todo si implica nuevo centro o nuevo edificio o nuevos profesores…

Pero, sigamos avanzando en el hilo del mundo del bebé. Ya conoce más mundo que su casa y su familia, el parque, la guardería… En el colegio empieza a hacer amigos. Esos que probablemente no recordará con 18 años, salvo que la vida académica los haya mantenido juntos. Pero es su primera experiencia en su relación con iguales y esto le va a descubrir un mundo enorme. Llegará el día en que vaya a casa de un amigo y descubra que no es como su casa. No siguen las mismas costumbres, no que las hagan diferente sino que tienen otras. Lo que quiere decir que existen más mundos. Y las personas que viven en el mundo de su amigo también son diferentes.

Donde ese bebé era el “más” loquesea de su casa, quizá también de su comunidad de vecinos, incluso del parque… Pues ya no es el “más”. Pasará a estar entre los 10 “más”, luego entre los 100 “más” y así sucesivamente.

Todo lo que fue en origen, determinado genéticamente, se va moldeando. Pero sin darse cuenta, dejándose llevar hasta que… llega a la adolescencia. Aquí, de pronto, nada encaja, todo se mueve, no hay nada definido ni estable. Esta etapa es fundamental en la búsqueda de la identidad y eso requiere cuestionarse todo lo anterior. Todo lo que fluía. Pero, en el mejor de los casos, no ocurre todo esto sólo en la cabeza del adolescente (que recordemos en todo momento que empezamos hablando de un bebé y, por tanto, seguimos hablando del mismo bebé); sino que involucra a todo su entorno. Ése que al principio era su mundo y era perfecto porque no había con qué comparar…. Ése mismo ya no es tan perfecto, o sí, pero aún no lo sabe. Tiene que cuestionárselo. En el mejor de los casos aquéllos que pertenecían a su mundo perfecto siguen estando allí, saben por lo que está pasando y le acompañan en el proceso. Sabiendo que esto no es fácil, solo se puede trasladar a la siguiente reflexión: “volverá”. Sí, después de ese período de búsqueda de la identidad, el resultado será una persona cuya esencia está en ese período previo a la adolescencia. En versión mejorada, pero en esencia será eso. Si las familias de los bebés en su fase de adolescencia tuvieran esto presente considerarían justificada esta etapa.

Hay que esperar unos años más, quizá entre los 30 y los 40, para que ese bebé-niño-adolescente-joven-adulto identifique el legado familiar (no material) que le inculcó su familia solo con estar allí, sin apenas voluntad. Y no es casual que sea a esa edad, puesto que ésa era la edad que tenía su familia de origen cuando los conoció. Inevitablemente, su familia de origen le trasladó un legado familiar, una cultura familiar, que no es propiamente suya sino que también incluye el legado familiar que ellos recibieron de sus progenitores…y así en cadena.

Y ese legado se hace más manifiesto en el caso de que ese bebé-niño-adolescente…, del que hemos empezado hablando, tenga a esa edad su propia familia. Es fácil que sus hijos tengan “herencias” de los que fueron sus abuelos, ya sean gestos, comportamientos… En parte será la genética, pero ahí está el legado familiar. La vida es un continuo, no es un hecho aislado. Es…

 

El valor de la crianza.