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Nº Colegiada BI02743

RPS 143/21

Si yo fuera tú… Sería tú

Si yo fuera tú… Sería tú

Si alguien estuviera en mi lugar, ¿qué haría? Pues lo mismo que yo. Porque si es yo en mi situación haría lo mismo que yo. Suele utilizarse la expresión: “si yo estuviera en tu lugar haría…”. Pensemos sobre ello. Cuando nos dicen algo así nos sentimos cuestionados, nos hacen dudar de que yo haya actuado correctamente. Y si he actuado así, ¿es porque era la mejor opción o porque no tenía otra opción?. Suele haber otra opción. Y suele haberla porque otra persona en otras circunstancias podría elegir otra opción.

 

“Si yo estuviera en tu lugar” incluye “yo” y “en tu lugar”. Entendamos por “yo” una figura que representa lo que se hereda genéticamente más lo que se aprende o se adquiere con la experiencia. Y entendamos por “en tu lugar” las circunstancias que condicionan a ese “yo”.

 

Nadie, léase cualquiera que no soy yo, puede ser yo dado que no reúne las características genéticas que yo tengo ni las experiencias o el aprendizaje que yo he adquirido en mi vida. ¿Y las circunstancias? ¿Puede haber alguien con mis circunstancias? Probablemente tampoco. Aunque tomáramos como ejemplo una misma coyuntura temporal, social, ambiental, política… Las circunstancias no son ajenas al modo en que las vive cada persona. No son etéreas ni asépticas. No son y punto. Son según las percibimos, las valoramos y hacemos frente a ellas. Y, por tanto, pasadas por el filtro de cada “yo” sujeto a sus circunstancias.

 

Sin embargo, es común que tratemos de ponernos en el lugar del otro para ofrecerle alternativas a la forma en que ha hecho frente a sus circunstancias.

 

Lo que ocurre, casi de manera mecánica, es que desechamos las opciones que consideramos con menos probabilidades de éxito. Pero que lo hagamos sin un proceso reflexivo, deliberado y estandarizado no quiere decir que no haya más opciones. De hecho, las suele haber. Una forma de averiguarlas es hacer un proceso de toma de decisiones empezando por enumerar todas las opciones posibles, por muy desacertadas que a priori parezcan, para poder dedicarle a cada opción su análisis con sus pros y contras. Y después establecer el orden de todas las opciones, estando en primer lugar la que cumple las mejores condiciones para conseguir el objetivo. Esa primera opción es la que decidirás en primer lugar. Pero si falla (a veces son factores externos incontrolables los que bloquean el éxito de la decisión tomada; no la decisión en sí o el proceso de toma de decisiones llevado a cabo) tendrás una segunda, tercera… opciones. Porque para eso has hecho un listado de opciones posibles ordenadas por posibilidad de éxito. Si la primera opción no ha funcionado no es necesario reiniciar el proceso reflexivo. Puedes probar con la siguiente opción y así sucesivamente. No desistas a la primera y no te quedes con la sensación de no haberlo intentado.

 

Esto mismo es lo que justifica determinadas decisiones. Cuando echamos la vista atrás y concluimos que hubiéramos debido actuar de un modo diferente, probablemente, estemos obviando las circunstancias. Ésas que nos llevaron a tomar una determinada decisión. Las circunstancias no nos excusan, pero sí nos justifican.

 

Ocurre que las decisiones no las tomamos según ese listado meticulosamente ordenado porque de manera objetiva y racional sean mejores opciones. Las decisiones se toman desde la emoción. Y las emociones son difíciles de identificar y, más aún, de neutralizar. De hecho, lo sano es no hacerlo, salvo que no sean emociones ajustadas a la situación, pero esto lo dejamos para otro momento. Es el momento de decidir si seguirás diciendo:

 

Si yo fuera tú… Sería tú. 

 

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Soy la mejor hasta que… salgo por la puerta de casa

Soy la mejor hasta que… salgo por la puerta de casa

Tenemos la sana costumbre de compararnos con los demás. Sin embargo, en ocasiones salimos peor parados y esto es lo que nos incomoda. Y la consecuencia más inmediata es infravalorarnos o envidiar a los demás o, peor aún, culparles por esa característica que nos deja en peor lugar.

Compararnos con los demás es sano. Sí, y necesario. Solemos considerar normal aquello que conocemos. Es al salir de lo conocido cuando exploramos otras formas de hacer, de ser, de vivir… y es entonces cuando decidimos, más o menos deliberadamente, si modificamos lo conocido o no. Es por comparación con otros como sabemos si somos “más…” o “menos…”. 

En mi casa (espacio conocido y que representa para mí la normalidad) soy la más simpática, la más amable,… también la más desordenada. Pero el día que salgo de mi casa y conozco a mis vecinos descubro que sigo siendo la más amable pero hay alguien que es tan simpática como yo; no más, solo tan simpática como yo. 

Pero llega el día en que me relaciono con personas de mi barrio y encuentro personas que son más desordenadas que yo (y fíjate que en mi casa me tienen por desordenada, hasta el punto que no pensaba que hubiera nadie más desordenada que yo). Y ya no soy la más amable y simpática. ¡Hay personas más amables y simpáticas que yo!

Y así sucesivamente. Según voy ampliando mi círculo relacional y veo otras formas de ser mi autopercepción se recoloca en la escala, que antes para mí era única pero, que parece que es movible y flexible.

Así de manera natural voy perfilando mi autoimagen. Voy, además, proponiéndome retos… Porque al descubrir que alguien es “más” que yo, y sabiendo que esa característica tiene una relativa importancia en mi escala de valores, me propongo mejorar. No a modo de competición, no para recuperar mi puesto de la que “más”. Sino porque he aprendido que puedo ser mejor.

Llega un momento en que mi ámbito relacional es tan amplio y diverso que acumulo muchas comparaciones: en el ser, en el hacer, en el pensar, en el parecer, en la estética, en las pertenencias… Conozco a alguien que es mejor deportista que yo, conozco a alguien que tiene mejor coche que yo, conozco a alguien que tiene mejor cuerpo que yo, conozco a alguien que tiene un carisma que atrae las relaciones sociales mejor que yo… Si no soy capaz de canalizar todas estas experiencias como he hecho de manera natural, llegaré a pensar que todo el mundo es mejor que yo, sabe más que yo, tiene más que yo… Y yo me iré sintiendo cada vez más pequeña y buscaré un cierto aislamiento para no exponer de manera manifiesta todo aquello en lo que soy menos, tengo menos, sé menos…

Otra posible reacción es sobreexponerme. Es decir, trato de evidenciar de manera magnífica (engrandecida) lo que sé, lo que tengo, lo que soy… Cosa que consigue el efecto contrario, hará que esas relaciones que ansío me sientan como amenazante o simplemente incomode con mi presencia.

Estupendo. Sigue comparándote. Es decir, el error no está en compararse (ya he explicado las bondades de hacerlo). Pero cuando tengas esa percepción sesgada coge caso por caso. Por ejemplo, el que es mejor deportista que yo. Sí es, indudablemente, mejor deportista y, cuanto más lo observo, más compruebo que es mejor deportista que yo y que mucha gente. Es brillante. Sin embargo, es bastante más desordenado que yo. Y sociable… pues muy sociable no es. Y yo no podría vivir sin relacionarme como lo hago. Así que… igual sí, seguro que sí, es mejor deportista que yo pero eso y solo eso es lo que “envidio” de esa persona. Visto en global tampoco es, tiene, hace todo mejor que yo.

Un sesgo habitual en las comparaciones es que lo hacemos con una parte y no con el todo. Y, sin embargo, la conclusión es generalizada: “es más feliz que yo”, “le va mejor que a mí”, “tiene más y mejores amigos que yo”…

Siendo objetivos, cualidad que suele estar ausente cuando nos ponemos a comparar-nos, sería más fácil detectar en qué aspecto nos estamos comparando y el grado real de diferencia. 

Es muy interesante, sobre todo necesario, compararnos. Si quedamos en buen lugar nos reafirma; en caso contrario, podemos reconocernos en otras virtudes o podemos invertir en mejorar.

Todos somos, hacemos, tenemos… según con quién, con qué nos comparemos.  

 

Soy la mejor hasta que… salgo por la puerta de casa

La asombrosa capacidad de leer la mente

La asombrosa capacidad de leer la mente

Y después de 20 años de relación deciden separarse. No soportan ciertas manías el uno del otro. Y es que se provocan mutuamente con aquello que no soportan, como por ejemplo, estrujar el tubo de la pasta de dientes.

Así, por escrito, produce risa o, al menos, una sonrisa. Pero éste o comentarios similares surgen de las relaciones de pareja. Empecemos por el principio.

Nos acabamos de conocer y, por tanto, aún no nos conocemos. Más allá de que antes no nos hubiéramos encontrado, empezar a conocernos es empezar un sondeo no deliberado sobre gustos, aficiones, hábitos… Basta un sólo primer café para saber que eres un amante del café si eliges el sitio para tomarlo. Porque lo preparan muy bien, en la temperatura exacta, con el aroma justo, su equilibrio entre dulzor y amargor que caracteriza al café… Sin embargo, para otros asuntos deberemos tomarnos más tiempo. Tiempo que nos dedicamos especialmente al principio de una relación. 

En realidad, es algo común a todas las relaciones. Pero es especialmente característico de las relaciones de pareja. Al principio no, pero con el tiempo la relación de pareja se convierte en la relación del círculo de intimidad más próximo por excelencia. Las relaciones del círculo de intimidad más próximo son las de la familia a la que pertenecemos. Como hijos vamos conociendo a los miembros de nuestra familia sin querer. Y es la relación más estrecha, cercana, íntima o próxima que podemos desarrollar. 

Intentemos visualizar los círculos de relación como si cada uno de nosotros fuéramos el centro y fuéramos dibujando círculos concéntricos con el mismo centro, con un radio cada vez mayor cuanto más se distancian del centro, que somos nosotros mismos. Pues bien, salvo la familia en la que nacemos y crecemos, el círculo de intimidad, el más próximo a nuestro centro es el de la relación de pareja. Esa pareja que se forma por dos personas que se encuentran por primera vez en un momento determinado de su vida y que tienen como primera misión conocerse.

Vamos a obviar de momento la atracción, la fase de enamoramiento… Y vamos a centrarnos en el proceso de conocerse. Cuando dos personas se encuentran por primera vez, suponiendo que tienen interés en conocerse, pondrán especial atención en la otra persona y tendrán especial facilidad para retener lo característico de ella.

Si el primer día que se encuentran ocurre la escena del café no tendrá sentido que cuando vuelvan a quedar se repita. Ni por una ni por otra parte. Es decir, quien haya mostrado su interés por el café recuerda que ya se lo hizo saber y quien lo escuchara también recuerda que es un amante del café. Esto que parece muy básico puede estar en los cimientos de la relación de pareja. Sí. Esto que ocurre así, de manera natural, que fluye… puede suponer que una pareja acabe diciendo que no soporta que estruje el tubo de la pasta de dientes.

Avanzando en la relación, será similar el aprendizaje del uno y del otro. En el sentido de que pasan de no haberse visto nunca a conocerse. A saber el uno del otro porque se lo cuentan mutuamente, porque comienzan a experimentar juntos (y, por tanto, no necesitan explicarse, ya lo están viviendo juntos), porque aunque no estén juntos llega el momento de comprobar que se conocen… Podemos decir que se conocen cuando, no estando juntos son capaces de suponer cuál sería su comportamiento en una determinada situación o cuál sería su parecer respecto a un tema… Y este paso es necesario. En un determinado momento de la relación es imprescindible para seguir avanzando para que el círculo se estreche y cada vez esté más próximo del centro.

Ocurre de manera natural y con orgullo se reconocen mutuamente como pareja fuerte, estable, que se conocen y nada puede sorprender al uno del otro. Parece que se leen la mente.

No es por quitarle romanticismo al asunto, pero con lo explicado previamente tiene sentido deducir que es lo normal. Que una pareja se conoce en base al tiempo que se han dedicado y la capacidad natural de no tener que revivir constantemente las mismas situaciones para ser capaces de adivinar lo que viene después.

Entonces, ¿en qué momento se trunca? Hasta este punto de la relación todo fluye, no hay reflexión sobre el pensamiento porque todo encaja y avanza hasta que… un día el amante del café no quiere café. Vaya, algo ha pasado para que un asunto incuestionable deje de serlo. Y puede ser una explicación sencilla de entender y sin importancia, que se resolverá fácilmente, pero necesaria. Tan necesaria que justifique el cambio y tan necesaria que le prevenga de que estas cosas pueden suceder. La próxima situación similar no sorprenderá, porque ya se ha dado en una ocasión y puede volver a darse. Incluso, la próxima vez que se dé ya tendrá la explicación posible. Aunque también es posible que aquello que lo motivó no se vuelva a repetir y el motivo del cambio en la siguiente ocasión sea otro. Pero como se conocen tanto… se presuponen. Ahí está. Ahí se ha truncado. Como se conocen ya no se dedican tanto tiempo. Ya se presuponen. 

Es condición necesaria para avanzar en el conocerse en una relación que no sea necesario repetirse. Pero en ese proceso suele olvidarse que sigue siendo necesario comunicarse. Interpretar continuamente lo que la pareja tiene en su mente puede empezar por un “tiene un mal día”, “ya sabrá porqué lo hace”,… y acabar convirtiéndose en “no te entiendo”, “a qué viene ahora esto”… Y, “si ya sabes que no me gusta que estrujes el tubo de la pasta de dientes por qué lo haces” o peor aún “lo haces para fastidiarme”.

Así, lo que empieza siendo necesario para establecer las bases de una relación acaba convirtiéndose en motivo de conflicto por…

La asombrosa capacidad de leer la mente