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Si yo fuera tú… Sería tú

Si yo fuera tú… Sería tú

Si alguien estuviera en mi lugar, ¿qué haría? Pues lo mismo que yo. Porque si es yo en mi situación haría lo mismo que yo. Suele utilizarse la expresión: “si yo estuviera en tu lugar haría…”. Pensemos sobre ello. Cuando nos dicen algo así nos sentimos cuestionados, nos hacen dudar de que yo haya actuado correctamente. Y si he actuado así, ¿es porque era la mejor opción o porque no tenía otra opción?. Suele haber otra opción. Y suele haberla porque otra persona en otras circunstancias podría elegir otra opción.

 

“Si yo estuviera en tu lugar” incluye “yo” y “en tu lugar”. Entendamos por “yo” una figura que representa lo que se hereda genéticamente más lo que se aprende o se adquiere con la experiencia. Y entendamos por “en tu lugar” las circunstancias que condicionan a ese “yo”.

 

Nadie, léase cualquiera que no soy yo, puede ser yo dado que no reúne las características genéticas que yo tengo ni las experiencias o el aprendizaje que yo he adquirido en mi vida. ¿Y las circunstancias? ¿Puede haber alguien con mis circunstancias? Probablemente tampoco. Aunque tomáramos como ejemplo una misma coyuntura temporal, social, ambiental, política… Las circunstancias no son ajenas al modo en que las vive cada persona. No son etéreas ni asépticas. No son y punto. Son según las percibimos, las valoramos y hacemos frente a ellas. Y, por tanto, pasadas por el filtro de cada “yo” sujeto a sus circunstancias.

 

Sin embargo, es común que tratemos de ponernos en el lugar del otro para ofrecerle alternativas a la forma en que ha hecho frente a sus circunstancias.

 

Lo que ocurre, casi de manera mecánica, es que desechamos las opciones que consideramos con menos probabilidades de éxito. Pero que lo hagamos sin un proceso reflexivo, deliberado y estandarizado no quiere decir que no haya más opciones. De hecho, las suele haber. Una forma de averiguarlas es hacer un proceso de toma de decisiones empezando por enumerar todas las opciones posibles, por muy desacertadas que a priori parezcan, para poder dedicarle a cada opción su análisis con sus pros y contras. Y después establecer el orden de todas las opciones, estando en primer lugar la que cumple las mejores condiciones para conseguir el objetivo. Esa primera opción es la que decidirás en primer lugar. Pero si falla (a veces son factores externos incontrolables los que bloquean el éxito de la decisión tomada; no la decisión en sí o el proceso de toma de decisiones llevado a cabo) tendrás una segunda, tercera… opciones. Porque para eso has hecho un listado de opciones posibles ordenadas por posibilidad de éxito. Si la primera opción no ha funcionado no es necesario reiniciar el proceso reflexivo. Puedes probar con la siguiente opción y así sucesivamente. No desistas a la primera y no te quedes con la sensación de no haberlo intentado.

 

Esto mismo es lo que justifica determinadas decisiones. Cuando echamos la vista atrás y concluimos que hubiéramos debido actuar de un modo diferente, probablemente, estemos obviando las circunstancias. Ésas que nos llevaron a tomar una determinada decisión. Las circunstancias no nos excusan, pero sí nos justifican.

 

Ocurre que las decisiones no las tomamos según ese listado meticulosamente ordenado porque de manera objetiva y racional sean mejores opciones. Las decisiones se toman desde la emoción. Y las emociones son difíciles de identificar y, más aún, de neutralizar. De hecho, lo sano es no hacerlo, salvo que no sean emociones ajustadas a la situación, pero esto lo dejamos para otro momento. Es el momento de decidir si seguirás diciendo:

 

Si yo fuera tú… Sería tú. 

 

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