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RPS 143/21

Valentía o temeridad

Valentía o temeridad

La sensación de vencer al miedo y convertirlo en satisfacción no es algo que se pueda explicar. Quien lo haya experimentado podrá entenderlo. 

 

El miedo a las alturas o el miedo a emprender un proyecto. De manera metafórica hasta podría considerarse lo mismo. A efectos de sensaciones son muy parecidas. Hay una parte de vértigo, de miedo a lo desconocido, de incertidumbre ante lo que viene después.

 

La diferencia entre el miedo y la satisfacción por haberlo vencido es la misma que la de, después de haberlo superado, pensar cómo no lo he hecho antes. En realidad son dos sensaciones opuestas de una misma vivencia. “Me alegro de haberlo hecho” nos posiciona con una visión más enérgica, más fuerte. Haber dado el paso nos fortalece. Lamentarse por no haberlo hecho antes nos debilita, nos culpa de no haber pasado a mejor vida antes.

 

La cuestión es que en el momento del miedo no podemos autoconvencernos pensando en que luego sentiremos satisfacción. Esa sensación no existe. Existirá, después, pero no existe. Así que no puede ser el punto de motivación para vencer el miedo. 

Entre la valentía y la temeridad hay una pequeña diferencia. Es cómo se siente. El valiente se siente seguro. El temerario sabe que está arriesgando. Y es que, ante el miedo, que se siente no se piensa, recurrimos a la razón para pretender movernos de ahí. El valiente sopesa los pros y los contras. Y sí, hay un punto de riesgo, pero lo esencial está controlado. Otros ya lo han hecho antes. Otros que no son yo, no son como yo. Pero lo han hecho. El temerario arriesga o bien porque no ha tratado de sopesar o bien porque otros lo intentaron y no lo consiguieron. Pero otros que no son yo, no son como yo.

 

Hay quien parece valiente pero en realidad es temerario. Y esto lo sabemos a posteriori. Es después de haberlo hecho o, al menos, haberlo intentado, que parece haber sido valiente. Y elude semejante apelativo porque no reconoce en su hazaña tal valentía. No ha sido por valentía, desconocía los riesgos.

 

Fundamentalmente no fue consciente del peligro y arriesgó.

En este caso, la diferencia está en el conocimiento. Es cuestión de que en un caso se disponía de la información fehaciente, objetiva, fiable, de que la hazaña (subir a las altura o emprender un proyecto) era de riesgo y en el otro caso no. ¿Ser impulsivo, actuar sin sopesar, entonces, puede convertirnos en temerarios exitosos? O, por el contrario, ¿ser valiente habiendo contemplado todas los riesgos es lo que da más garantía de éxito?

 

Observemos la etimología de la palabra. TEMeroso y TEMerario. El temerario se caracteriza precisamente por la falta de temor, es más bien imprudente. Y el temible es el que infunde temor. Pero este no es el tema.

 

Te invito a investigar tus miedos. Físicos o emocionales. Y a retarte a ti mismo. Deberás ser valiente para ello, el temor puede prolongar tu supervivencia y también limitar la parte gratificante de la experiencia. 

 

No puedo garantizar el éxito de la hazaña, pero sí de la sensación de satisfacción por haber vencido el miedo.

 

El miedo limita nuestra percepción de capacidad. Seguramente sí tenemos la capacidad, sin embargo, percibimos que no la tenemos. Yo tengo la libertad de cambiar radicalmente de vida. Salir del esquema que regula actualmente mi vida. Pero también tengo la libertad de decidir que ésta es la vida que quiero. Es decir, la libertad para elegir. No hay un miedo interno que me limite esa capacidad de decisión. Sólo que, de manera valiente y no temeraria, sopeso objetiva y subjetivamente un tipo y otro de vida y elijo ésta. No es un “hago lo que quiero” como “hago lo que me da la gana”. Sino que tengo la posibilidad de vivir de un modo u otro y elijo éste. Por cierto, que no hay un modo u otro, hay muchos modos. Pero eso es otro tema.

 

La cuestión es, en tu vida ¿qué te guía más?

 

VALENTÍA O TEMERIDAD

La pareja que quiero

La pareja que quiero

Enseñar a mi pareja a ser la pareja que quiero que sea para mí como pareja. No me lo planteo. 

 

Me he enamorado. Lo único que veo ahora es el halo que desprende alrededor. Es lo que tiene el enamoramiento. Lo tengo presente aunque no esté. Quiero saberlo todo. Lo que hace, lo que ha hecho y lo que va a hacer; lo que le gusta, lo que no y lo que le es indiferente. Quiero conocer a sus amigos, a su familia, a sus ex… Bueno, igual no, igual nunca, o igual cuando tenga más seguridad en que me ha elegido a mí. Porque me ha elegido. Yo también, pero me ha elegido. Lo de las mariposas en el estómago como que no, ya no tenemos 14 años, no somos nuestras primeras relaciones, ni del uno ni del otro. Pero ilusión… sí, mucha. Juntos el tiempo vuela y separados no veo el momento de volver a estar juntos. Nos complementamos, estamos hechos el uno para el otro. Tenemos tantas cosas en común y estamos compartiendo tantas cosas nuevas, que no sé si somos iguales y por eso encajamos tan bien o es porque somos polos opuestos y por eso nos atraemos. Pero tengo claro que esto tiene futuro. Es tan emocionante disfrutar el buen tiempo juntos, hacer planes… Y cuando hace malo qué gusto poder hacer cosas juntos, si es que tenemos un montón de cosas por hacer.

 

Llevamos tanto tiempo juntos que ya poco nos queda por hacer. Compartimos ciertos espacios y momentos comunes propios de la convivencia y de aquello que en su día proyectamos como pareja. Está bien. Es cómodo que ya hayamos creado nuestros hábitos juntos. Eso sí, cada uno tiene su espacio, sus momentos, sus relaciones. La verdad es que el ritmo de vida diario no nos da para mucho. Hasta el punto de que un gesto, que intuimos en el otro, o un comentario sobre algo trivial se convierte en el detonante de una conversación que se sube de todo y es capaz de hacer un compendio de los últimos tiempos, incluso también más lejanos, para acabar sin saber cómo, cuándo y por dónde hemos empezado.

No estamos en un buen momento. Empiezo a pensar que no es una mala racha, esta vez no. Ya es demasiado larga. Siempre volvemos a lo mismo. Cuando nos reconciliamos ya no estamos mejor. Simplemente es una calma que precede a la próxima tormenta. No sé cómo hemos llegado hasta aquí. No queda nada de lo que fuimos. Al principio todo era fácil. Simplemente fluía. Pero ahora… ¿se acabó el amor? 

 

Es un argumento considerado de peso para poner fin a una relación de pareja. Si separarse como pareja es un proceso complejo, que requiere atender a frentes diversos, mantener la relación de pareja no lo es menos. 

¿El amor se acaba? o quizá ¿Es como la energía, que ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma? El argumento es bien admitido socialmente aunque no se lo crea ni quien lo dice ni quien lo escucha. En cualquier caso, no estamos hablando de EL AMOR. Sino de cómo hacer que mi pareja no me interprete. No tire de experiencia para suponer lo que yo espero de ella. Ojo, yo tendré que hacer lo mismo.

Hagamos, los dos, un ejercicio. Volvamos a hacer lo que hacíamos al principio. Enseñémonos a ser la pareja que queremos ser. No podemos, y no debemos, intentar ser los que éramos. No lo somos, afortunadamente. Contamos con la experiencia de lo vivido. No somos la misma persona de hace años, ni si quiera la de ayer. Tampoco somos, ni queremos ser, la pareja de cuando empezamos. Pero sí queremos rescatar ciertas emociones que en su día nos unieron y que ahora parecen separarnos. Es el momento de enseñarle a mi pareja a ser la pareja que quiero que sea para mí como pareja. Unos segundos más para leerla bien y entenderla. 

No es egoísta. Es recíproco. No es un eufemismo de un reproche. Es la generosidad de darnos a conocer unas capas más abajo de lo habitual. Genera satisfacción mutua.

 

Esa sensación de que todo fluye cuando nos conocemos y nos enamoramos tiene que ver con esa misma frase. Con la diferencia de que no lo hacemos de manera deliberada. Y ahora sí. No se trata de darnos una segunda oportunidad. Se trata de avanzar en nuestra relación. Antes de conocernos éramos dos líneas paralelas, luego hubo una intersección en nuestra vida y empezamos a zigzaguear juntos. Dedicarnos mutuamente como pareja supone que nuestras vidas serpentean y nos vamos tocando en determinados puntos. Pero hacemos porque no se abra el ángulo y nuestros caminos se separen tomando cada vez mayor distancia entre aquellas líneas que un día fueron paralelas. Se trata de decidir y compartir

 

LA PAREJA QUE QUIERO

Es que yo soy así

Es que yo soy así

Eso justifica tu comportamiento pero no lo excusa, ni a él ni sus consecuencias. Hay una parte de esa afirmación que puede sonar a autenticidad. Pero, sobre todo, tiene una carga importante de “me da igual lo que pienses o lo que suponga para ti”, “soy así porque no puedo ser de otra manera”, “a mí tampoco me parece la mejor manera de ser, pero es la que tengo”. Y, sí, todo eso es cierto. Sin embargo, solemos recurrir a esa expresión en situaciones en las que el comportamiento no es adecuado. No lo es para mí, ni para tí, ni para nadie. 

La esencia de lo que somos es lo que nos caracteriza. Es lo que nos hace auténticos. Eso a veces nos da miedo. Miedo al rechazo. Miedo a equivocarnos. Miedo a no sentirnos aceptados o valorados. Pero desconocemos que a todos nos gustan las personas auténticas. Más aún si por ser auténticas tienen que arriesgar. ¿Arriesgar qué? Su autoimagen, la percepción que los demás, cree que, tenemos de él. Sin embargo, una persona auténtica, por el hecho de serlo, no perjudica a nadie. Y, además, atrae relaciones que ponen en valor esa autenticidad. Y es eso mismo lo que hace que se sienta aceptada, valorada. Suelen ser personas coherentes. Es decir, que no actúan en función de… nada. Son como son con quien sea y donde sea. Y lo son siempre. Son constantes y fieles a su esencia. No gustan a todo el mundo. Además de que tampoco ése es el objetivo, nadie gusta a todo el mundo. Donde digo gustar digo atraer, interesar, agradar… Pero sin el objetivo de gustar. Y, sin embargo, lo consiguen.

Salvo el concepto de autenticidad implícito en la expresión “es que yo soy así”, solemos referirnos más a otras connotaciones. Y quizá eso sea un error. Que yo haya sido una bocazas se justifica con esa expresión, pero no me excusa de entender que ha sido un comentario fuera de lugar y que debería corregirlo. Si ya no puedo subsanarlo al menos hacer un propósito de enmienda. Este ejemplo puede ser más evidente, pero en ocasiones no es tan manifiesto sino que tiene que ver con los propios pensamientos o emociones. 

En ese caso la primera persona afectada eres tú misma. No la única, pero sí la primera. No la única porque tus pensamientos y emociones en un momento u otro, en una situación u otra acabarán manifestándose y, por tanto, afectando a alguna persona además de a ti. Pero la primera persona afectada por tus pensamientos y emociones eres tú. Decirte a tí mismo “es que yo soy así” es hacerse trampas al solitario. No es que sea sencillo llevar a cabo los cambios necesarios para romper ese automatismo, pero sí que está de tu mano. De hecho, sólo está en tu mano hacerlo. Los demás te pueden ayudar a visibilizarlo, pero tú eres quien le da la importancia justa para decidir que tienes que hacer algo con ello.

Y si así lo decides, la primera persona beneficiada por ello, ¿quién es? ¡Exacto! Tú misma.

Descubres que puedes ser mejor persona. No me refiero a más bondadosa, que seguro que también podemos ser más buenos. Me refiero a que actúas desde el convencimiento, tus pensamientos son coherentes con tus valores, asumes las consecuencias de tus actos o de la ausencia de ellos… 

Todo ello te lleva al equilibrio emocional. Detallo equilibrio. Las emociones no son planas. Y no deben de serlo. Las emociones son de tipo positivo y negativo y, además, con diferentes niveles de intensidad. El equilibrio está en que la emoción sea ajustada a lo que la produce en tipo e intensidad. Es ajustado que esté triste por una pérdida (del tipo que sea), pero además deberá de serlo en su intensidad. No es ajustado que llore tres días porque he perdido mi pluma estilográfica preferida pero es ajustado que me disguste. Es ajustado que celebre una buena noticia pero tampoco que lo celebre por todo lo alto, fuegos artificiales incluidos.

Si te identificas en algún momento diciéndote “es que yo soy así” plantéate si hay otra forma de sentirte o actuar. Trata de buscar el modo de llegar a esa otra forma. Ponlo a prueba y valora. ¿Has dejado de decirte “es que yo soy así”? Probablemente has llegado a tu punto de autenticidad y ya no necesitas reafirmarte con…

 

Es que yo soy así

 

 

Eso es… mentira

Eso es… mentira

¿Cuántas veces has mentido ya en lo que va de día? Sí, no te preguntes si mientes; sino, cuántas veces has mentido. Y de esas veces, ¿cuántas han sido porque te ha preguntado qué tal y le has dicho “bien”?¿Cuántas han sido porque te has olvidado de algo y has respondido con una excusa para no quedar mal o porque has creído que decir la verdad puede dañar a otra persona? ¿Cuántas para obtener un beneficio que de otro modo no hubieras conseguido? ¿Cuántas veces has omitido información, relevante o no, y para qué?

 

Esta lectura no va de ética y religión. Va de cómo me siento en el proceso y con el resultado. Mientras tramo la mentira y cuando vivo sus efectos.

 

Cuando nacemos no sabemos mentir. Descubrimos que si no me ven romper el cristal puedo decir que no he sido yo y librarme del castigo. Pero tengo que perfeccionar la técnica, porque el balón en la mano me delata. Es cuestión de entrenamiento.

 

Vamos con las preguntas.

En el primer caso, es lo que podemos considerar un convencionalismo social. Coincides en el ascensor con un vecino y no te vas a poner a contarle tu vida… Además, ha dicho “qué tal” no “cómo estás”. Es distinto. Un “qué tal” es como un “hola”, que espera otro “qué tal”, no mucho más… Un “cómo estás” es otra cosa. No se le pregunta a cualquiera en cualquier situación. Suena más a: estamos sentados uno frente a otro, sin límite de hora, con ganas de escucharnos mutuamente. Hay personas de las que esperamos un “cómo estás”. De otras no. De las primeras, hasta nos duele o molesta que no nos lo pregunten en un determinado momento (como si por la “asombrosa capacidad de leer la mente” tuviera que saber que es ahora, en este momento, en el que necesito que me lo pregunte; y si no, es una falta de consideración por su parte, no me quiere como yo pensaba, está fallando como amigo… o lo que sea). En el segundo caso, cuando alguien que no debería nos pregunta “cómo estás” como que nos incomoda. Tiramos a la respuesta fácil y rápida del: “bien, y ¿tú?”. A ver si toma el testigo y me evito tener que hablar de algo que no me apetece hablar contigo, aquí y ahora. Y que, además, como me tires de la lengua voy a soltar porque estoy en ebullición y no me voy a poder controlar, y luego me arrepentiré… 

 

Por otro lado están las mentiras piadosas. Esas que no hacen mal a nadie y evito un mal mayor. Sí, me he olvidado de enviar un correo electrónico, del que tú estabas esperando una respuesta, pero que un rato antes o después tampoco te trastorna tanto… Y si digo que no lo he enviado te vas a hacer una idea equivocada de mí (que soy despistado y no se me puede encargar nada importante o que no te tomo en serio y por eso no lo he hecho…). 

 

Acabo de comprar un artículo y al desempaquetarlo “se me” rompe. No estaba roto. Es que “se me” ha roto. Pero si digo que ya venía así… igual cuela y asumen ellos mi accidente. Que sí, que he sido yo; pero, que… menuda faena. Si total, el vendedor ya asume un cierto margen de roturas. Ha sido un accidente mío, pero podía haber sido de cualquier otro en la cadena de suministro. Además, soy un cliente anónimo (no soy cliente habitual al que saludan por su nombre cada vez que voy a comprar algo)  y él un vendedor anónimo (hoy me atiende esta persona y, si con suerte vuelvo a comprar, otro día me atiende otra persona). No va a afectar a la imagen que nadie tiene de mí. Podré dormir tranquilo con mi mentira. ¿O no?.

 

Sin embargo, no me puedo olvidar del cumpleaños de un amigo. Tengo que buscar una excusa. No cualquier excusa, tiene que ser convincente. Tiene que demostrar que yo realmente quería acordarme, que lo tengo anotado en el calendario del móvil, en el de la cocina, en el de la oficina… se lo dije a mi pareja unos días antes, que no se nos olvide… Pero me olvidé. Y el error es mío. No es del calendario, ni de mi pareja… Me olvidé. Pero yo aprecio a mi amigo. Es de los que siempre celebra su cumpleaños. Vamos, que le da valor a la fecha y le gusta compartirlo con los suyos… Pero yo me olvidé. Pues toca sacar la artillería pesada. Me dí un golpe en la cabeza y he perdido el conocimiento durante 24 horas. Demasiado, no cuela. Llegué tarde a casa… Demasiado flojo, tampoco cuela. Detalle a tener en cuenta: los cumpleaños son anuales, es decir, que se cumplen cada año. Es decir, que te puede volver a ocurrir y un año pasa enseguida, se acordará de que te olvidaste… Piensa.

 

Y… sigue pensando. ¿Cuántas veces te has mentido a ti mismo? Mañana vuelvo al gimnasio, tampoco hace tanto que no te llamo, cuando estudiaba lo llevaba todo al día,…

 

Y… sigue pensando. ¿Cuántas veces has omitido información? Pero… eso no es mentir… Cuando preguntó a todos yo no dije ni que sí ni que no… Era que sí, pero yo no dije que no. Tampoco que sí…

 

El enamoramiento y los amantes (El amante perfecto es bueno como amante)

El enamoramiento y los amantes (El amante perfecto es bueno como amante)

En cuántas ocasiones se cuestiona la relación de pareja por un amante…

Empecemos por definir el enamoramiento. Es una situación espacio-temporal emocionalmente positiva. ¡Hala! Ya está dicho. A ver quién es capaz de encontrar en esa definición a Gustavo Adolfo Bécquer, ejemplo de romanticismo. Seguramente cueste ver relación entre la forma de ver el enamoramiento de ambos pero no es incompatible. La definición debe ayudarnos a entender porqué esa persona, porqué en este momento de mi vida, porqué así… Pero todos sabemos que con la razón intentamos justificar y que realmente tomamos las decisiones desde la emoción.

Y este enamoramiento vale tanto para las relaciones de pareja como para el primer amor, las relaciones fugaces, las exrelaciones…

Nos gusta gustar, nos gusta hacer sentir bien a los demás, pero “tenemos que” ser fieles a nuestra pareja, ser responsables con un proyecto de vida, formar una familia, trabajar… Y en algún punto lo que nos gusta y lo que tenemos que hacer se desconexiona. El ritmo del día a día, las obligaciones de la familia nuclear (la que hemos formado), las de la familia de origen (cada uno la suya),… Nos introduce en un sinfín (visualicemos un cilindro en espiral que hace fluir en una única dirección, casi sin esfuerzo y de manera continua infinita) hasta que nos encontramos a una persona, generalmente ajena a nuestro círculo habitual, en una situación espacio-temporal emocionalmente positiva. Es entonces cuando el “sinfín” se mella, se atasca y deja de fluir todo aquello que fluía. Todo lo que parecía que seguía un orden establecido no encaja. Y todo lo que parecía estar en su sitio de pronto parece desordenado.

Es el momento de la reflexión. Lo ideal hubiera sido que, en lugar de haber accionado el piloto automático, hubiera existido de manera permanente un proceso reflexivo. Pero esto es algo que el ser humano no está habituado a hacer. Solo reparamos en la parte visible, manifiesta; pero hay una parte latente, no visible que subyace en nuestra vida. 

No está todo perdido. Pero hay un paso previo inevitable para la reflexión. Es la crisis. Entramos en crisis cuando los pilares, normalmente más de uno, de nuestra vida se tambalean. Saldremos de la crisis, y lo haremos reforzados (en el sentido de “con más fuerza”, con una serie de herramientas para afrontar con más éxito situaciones similares) pero tendremos que pasar por ella. 

Los procesos reflexivos motivados por una crisis son duros, emocionalmente duros. Habrá momentos de estar arriba y momentos de estar abajo. Pero las ondas serán cada vez más anchas (alteraciones del estado de ánimo cada vez más espaciadas en el tiempo) y cada vez menos pronunciadas (la intensidad de las emociones, tanto positivas como negativas, cada vez será menor).

 

El enamoramiento y los amantes.

 

Si yo fuera tú… Sería tú

Si yo fuera tú… Sería tú

Si alguien estuviera en mi lugar, ¿qué haría? Pues lo mismo que yo. Porque si es yo en mi situación haría lo mismo que yo. Suele utilizarse la expresión: “si yo estuviera en tu lugar haría…”. Pensemos sobre ello. Cuando nos dicen algo así nos sentimos cuestionados, nos hacen dudar de que yo haya actuado correctamente. Y si he actuado así, ¿es porque era la mejor opción o porque no tenía otra opción?. Suele haber otra opción. Y suele haberla porque otra persona en otras circunstancias podría elegir otra opción.

 

“Si yo estuviera en tu lugar” incluye “yo” y “en tu lugar”. Entendamos por “yo” una figura que representa lo que se hereda genéticamente más lo que se aprende o se adquiere con la experiencia. Y entendamos por “en tu lugar” las circunstancias que condicionan a ese “yo”.

 

Nadie, léase cualquiera que no soy yo, puede ser yo dado que no reúne las características genéticas que yo tengo ni las experiencias o el aprendizaje que yo he adquirido en mi vida. ¿Y las circunstancias? ¿Puede haber alguien con mis circunstancias? Probablemente tampoco. Aunque tomáramos como ejemplo una misma coyuntura temporal, social, ambiental, política… Las circunstancias no son ajenas al modo en que las vive cada persona. No son etéreas ni asépticas. No son y punto. Son según las percibimos, las valoramos y hacemos frente a ellas. Y, por tanto, pasadas por el filtro de cada “yo” sujeto a sus circunstancias.

 

Sin embargo, es común que tratemos de ponernos en el lugar del otro para ofrecerle alternativas a la forma en que ha hecho frente a sus circunstancias.

 

Lo que ocurre, casi de manera mecánica, es que desechamos las opciones que consideramos con menos probabilidades de éxito. Pero que lo hagamos sin un proceso reflexivo, deliberado y estandarizado no quiere decir que no haya más opciones. De hecho, las suele haber. Una forma de averiguarlas es hacer un proceso de toma de decisiones empezando por enumerar todas las opciones posibles, por muy desacertadas que a priori parezcan, para poder dedicarle a cada opción su análisis con sus pros y contras. Y después establecer el orden de todas las opciones, estando en primer lugar la que cumple las mejores condiciones para conseguir el objetivo. Esa primera opción es la que decidirás en primer lugar. Pero si falla (a veces son factores externos incontrolables los que bloquean el éxito de la decisión tomada; no la decisión en sí o el proceso de toma de decisiones llevado a cabo) tendrás una segunda, tercera… opciones. Porque para eso has hecho un listado de opciones posibles ordenadas por posibilidad de éxito. Si la primera opción no ha funcionado no es necesario reiniciar el proceso reflexivo. Puedes probar con la siguiente opción y así sucesivamente. No desistas a la primera y no te quedes con la sensación de no haberlo intentado.

 

Esto mismo es lo que justifica determinadas decisiones. Cuando echamos la vista atrás y concluimos que hubiéramos debido actuar de un modo diferente, probablemente, estemos obviando las circunstancias. Ésas que nos llevaron a tomar una determinada decisión. Las circunstancias no nos excusan, pero sí nos justifican.

 

Ocurre que las decisiones no las tomamos según ese listado meticulosamente ordenado porque de manera objetiva y racional sean mejores opciones. Las decisiones se toman desde la emoción. Y las emociones son difíciles de identificar y, más aún, de neutralizar. De hecho, lo sano es no hacerlo, salvo que no sean emociones ajustadas a la situación, pero esto lo dejamos para otro momento. Es el momento de decidir si seguirás diciendo:

 

Si yo fuera tú… Sería tú. 

 

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